Nueve cuentos variados con ilustraciones

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   Quique, era un niño de siete años. Vivía en un corral de una aldea donde, por las noches, los vecinos, entre cafés, jerez, para las mujeres, y aguardiente para los hombres, contaban chistes, cuentos e historias.
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Esta historia se la oyó a su abuela María. La comenzó así:

   -Veníamos del monte de coger unos sacos de piñas. Loli, la del Zapatero y su hermana, Pili. Josefa, la Chanfaina. Mercedes, la del Cañero, Marta, la de la Tomada y yo. Ya la luna había empezado a iluminar la noche. Justo al llegar al Lourido (un monte) vimos un roble ardiendo.

"Ya algún niño hizo de las suyas". Dijo Josefa la Chanfaina.

A medida que nos íbamos acercando al árbol en llamas, que estaba al lado del camino, y que sigue estando, creímos ver algo entre el fuego. Al final la vimos. Era Genoveva, la de Abalo. Una muchacha de mi edad, 20 años, que hacía unos meses que enfermara. Nos miraba. Vestía un vestido blanco, muy bonito, y en medio del fuego, nos sonrió. 
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¡Salimos en estampida! Tiramos al suelo los sacos de piñas que llevábamos en la cabeza. ¡La que no corría volaba, y la que no volaba daba con los pies en el culo!

   Llegué a casa con la cara desencajada y trabajo me costó hablar para contarle a mi madre lo que habíamos visto.

   Mi madre, cuando logré terminar de contarle lo que pasara, me
dijo: "Reza un Padre nuestro conmigo. Vamos a tener otra santa en las alturas".

   Callamos la historia, pero iba a ocurrir algo muy raro. Os cuento.
Genoveva, antes de enfermar, estaba enamorado de un joven muy guapo, que hacía poco llegara a la aldea. Se le conocía por el nombre de Sus. Era alto, de pelo largo y una barba espesa.
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   Los padres de Genoveva, como ellos eran de dinero, y el joven era un jornalero, no se lo querían, y lo raro que ocurrió, fue que el joven, al día siguiente de ver a Genoveva en el roble, ya no salió de la casa de la muchacha.

   Lo que tenía que pasar, pasó. 

   Unos días después de verla entre las llamas del roble, le fuimos al entierro. La sacaron de la casa, a hombros, entre cuatro hombres. El ataúd era una urna de cristal. El cuerpo se me estremeció al ver que llevaba puesto el mismo vestido que tenía en el roble... Sonreía como si estuviera viva. La verdad es que parecía una santa.

   Estremecer me estremecí yo, el Quique, cuando acabó de contar la historia mi abuela María.

   Había allí una mujer, señora Amalia, se llamaba, que cuando mi abuela acabó de contar la historia, dijo:

    -En el Lourido, vi yo, el mismo día que la enterraron, a Sus y a Genoveva subir a un plato con muchas luces. Luego salió volando y enseguida desapareció en las alturas... Fue visto y no visto.
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   -Visto y no visto fue el jerez de tu botella- le dijo mi abuela.

    Lo que contó mi abuela sé que fue cierto, pues en las aldeas no se juega con la memoria de los difuntos. Lo de señora Amalia... en fin, en 1920 aún no se hablaba de platillos volantes.
                    
                                                                     Fin

José Enrique Oti García.
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Jacobo era un niño de dieciséis años, alto y delgado y era el gamberro más grande de Buena Vista, un pueblo gallego.
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   Celia era una muchacha de 28 años, ni alta, ni baja, rubia, de ojos azules y guapa. Había llegado a Buena Vista hacía unos meses, sola, y alquilara una casa vieja que ya estaba amueblada. Las ancianas de la aldea decían que era una bruja. Los ancianos decían que las brujas eran las ancianas. Los jóvenes no tenían más que ojos para ella, y las muchachas estaban de acuerdo con las ancianas y eso en 1950 no era nada bueno.
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   Un día, Jacobo y tres gamberros más entraron en la casa de Celia. Iban buscando alguna prueba de que fuera bruja. No vieron nada que la delatara, si acaso, unas monedas muy antiguas que Jacobo encontró en uno de los cajones de un mueble de la cocina, las que el chaval iba a guardar en un pañuelo, cuando... ¡Sorpresa! Una sartén, que estaba colgada en la pared, comenzó a oscilar. Luego se descolgó, y volando fue hacia los gamberros.

   Jacobo dejó caer el pañuelo, y junto a los otros tres, puso pies en polvorosa. Se guardaron muy mucho de no contar lo sucedido, no fuese que Celia supiese que fueran ellos los que entraran en su casa.
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   Cuando Celia llegó a casa,  al ver todo revuelto se puso como una fiera. Su rostro se transformó, pero lejos de convertirse en una anciana fea, su rostro era la de una morena muy agraciada, que sonrió, maléficamente, al ver el pañuelo de Jacobo en el piso de la cocina. Jacobo, desde aquel día, cambió de actitud. Ya no hacía gamberradas. Pasaba mucho tiempo en la casa de Celia y se le veía muy feliz. Sus amigos sabían que estaba hechizado, pero como el que tiene culo tiene miedo...

   Quien no tuvo miedo fue un afilador, que pasó por delante de la casa de Celia y al sentir gemidos miró por la una ventana. En mala hora la curiosidad le dio valentía para ver lo que estaban haciendo Celia y Jacobo, y digo en mala hora, porque Celia, también lo vio a él y desde aquel día, Ramón, que así se llamaba el afilador, se convirtió en el tonto de la aldea.
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   A los padres de Jacobo, Carlos y María, se les murió una tía y les dejó una casa en herencia. Esta casa estaba en otra aldea, la Torre. Para allá se fueron y con ellos Jacobo, muy a su pesar, y para alivio de su padre y su madre, que no veían bien la amistad de su hijo con Celia, pero como era tan feliz...

   Cuatro años más tarde, Jacobo ya era un joven de 20 años. Llevaba unas semanas saliendo con una muchacha, Lolita, y estaba enamorado hasta las tranca, pues esta muchacha, que llegara a la aldea un mes atrás, le hacía lo mismo que le había hecho Celia. 
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   Jacobo tenía una gata negra, Perla, que la había criado a biberón. Perla no podía ver a Lolita. Cada vez que Lolita iba a casa de Jacobo, se le erizaban los pelos y le enseñaba los dientes. Un día se quiso echar a Lolita, y esta, enfadada, le dijo a Jacobo:

   -Es ella o yo. Tú decides.

   Jacobo le quería mucho a Perla, pero más le quería a Lolita. Llevó a la gata al monte y la dejo abandonada a su suerte.
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    Unos días más tarde, los padres de Jacobo enfermaron. El médico no sabía qué enfermedad tenían. El padre ya estaba en el hospital y en fase terminal. 

La madre de Jacobo, enferma y en su cama, recibió la visita de Lolita.

   -Mis hechizos no fallan. Pronto todo será mío. Tu casa... tu hijo...
   -¿Quién eres? ¿Qué daño te hicimos?

   Lolita se transformó en Celia.
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   -¡¡Tú!! ¡Eres una bruja!

   Jacobo, que oyera la conversación desde el camino, entró en casa y le dijo a Celia:

    -¡O deshaces el hechizo o no sales viva de aquí!

   Celia extendió una mano y derribó a Jacobo.

   Una risa diabólica inundó la habitación. Celia estaba dispuesta a acabar con la madre y con el hijo.

    Todo parecía haber llegado al final, cuando entró Perla en la casa por un ventanuco... Fue a la habitación y se lanzó a la cara de Celia.
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  Comenzó una lucha encarnizada. Pela iba perdiendo vidas, una tras otra, hasta que Celia no pudo más y huyó. Perla quedó mortalmente herida en el pio de la habitación. Había agotado su séptima vida.

Cuando el padre de Jacobo salió del hospital. Él, Jacobo y su madre, fueron a llevarle flores a la tumba de Perla. Al lado vieron una gatita. Jacobo, le dijo:

      -Bienvenida a casa, Perla.
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Yo no sé si la gatita era la reencarnación de Perla..., ni me intriga saberlo, lo que me intriga es. ¿Dónde andará Celia?

José Enrique Oti García.
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Bernarda y Josefa eran dos treintañeras, morenas. Estaban jugando a las cartas en la casa de la primera. Le dijo Teresa a Josefa.

   -Me llegó una carta del juzgado, Josefa. Tenemos que ir a declarar sobre la pelea de los gitanos.
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   -¡Qué raro! A mí no me llegó nada.
   -Es mañana, a las doce. Te espero en la pulpería del centro.

   Josefa,  llegó a la pulpería del centro a las 11,30. No había un alma. Sintió como si le golpeaban la cabeza. Miró hacia la mesa donde habían comido un mes atrás Antonio, el marido de Josefa, Josefa y ella. Se estremeció al ver la cabeza de Antonio en el piso.
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 Temblando, se iba a marchar para el juzgado, cuando vio como dos manos blancas, que surgían de la nada, depositaban otra cabeza al lado de la de Antonio. ¡¡Era la suya!!

   Josefa, musitó sabiéndose muerta.

   -Nunca me debí acostar con Antonio.

José Enrique Oti García.
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Toñito tenía nueve años y vivía en una aldea que ahora es parte de la ciudad y para la que había que subir una gran cuesta.
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Anciana o anciano al que se encontraba subiendo la cuesta, cargado, le llevaba la carga, y le decía, al tiempo que sonreía, y se la cogía: "Cuesta, la cuesta". 
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El niño se hizo anciano, subía la cuesta, cargado y nadie le ayudaba. 

Un día, un chaval de 9 años, le dijo lo mismo que él decía: "Cuesta, la cuesta", pero lo había dicho con un tono de cachondeo. 
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El anciano, dijo, apesadumbrado: "No, no cuesta la cuesta, cuesta ver que los mayores se han vuelto invisibles para una generación de insensibles."

José Enrique Oti García.
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Hace muchos años vivió un anciano al que apodaban, El Ruiseñor. Solía engañar hasta a su sombra, pero con él nadie se aburría. 

Una tarde, sentado en un banco de piedra del parque del pueblo. Antes de empezar a hablar con su nieto y conmigo, se tiró un pedo sonoro, de los que apestan, luego, sonriendo, nos dijo:

-Así de sucia tengo mi vida interior. 
-¿Sucia? Podrida -le dije yo.
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  Más o menos. Ahora os voy a contar algo de mi otra vida, pero antes quiero saber lo listos que sois. Gorrión. -Gorrión era mote de su nieto- ¿Sabes cómo son las ideas de las prostitutas?

-¿Caras?  


-No, jodidas. Tú, Jilguero, -jilguero era mi apodo- dime.


¿Qué fueron a buscar a las rebajas tu abuela y tu madre? 

-Acción.



-¡Así de listo debía ser mi nieto! 

Pasaron por delante de nosotros dos monjas, de las que andaban a pedir para los ancianos del asilo, y dijo:
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-Esta va para los dos. ¿Qué parentesco tienen dos monjas que ordeñan una vaca? 

Su nieto, le dijo: 

-¡Voy a acabar encarcelado por tener como abuelo a un degenerado!

Él no la pilló, pero la pillé yo.


-Son hermanas.

-¿Hermanas, de qué?


-De leche. 

-Así es, hermanas de leche. Esto que os voy a contar tiene que quedar entre los tres. Es un secreto, que me hizo lo bastante rico cómo para tener las tierras y las casas que tengo. 
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Le prometimos guardar el secreto. Sacó el tabaco y un librillo, y mientras liaba un pitillo, siguió hablando:

-Hace muchos años, yo, era un muchacho, guapo. Decidí ir a Madrid a buscar fortuna. En bancos de madera tengo dormido, hasta que un hombre, un día, me preguntó si quería trabajar de gigoló. Que me compraría ropas y que haría de mí un seductor, que planta la tenía y me iba a hacer de oro. Yo no sabía de qué era el trabajo, pero el hambre me hizo aceptarlo.
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Mi primer trabajo fue acostarme con una mujer de 40 años. 


¡Hostia! -dije yo- Fue chulo de putas. 


-No, fui un chapero, un trabajador de mujeres con dinero. En fin, que meses después, me dice el jefe que tengo que ir al Hotel Palace, que allí me espera una clienta muy especial. Que la tenía que satisfacer, tanto, tanto, que se llegara a ver cómo una chica de 20 años. Que la tenía que dejar nueva. 

Al salir de la oficina, volví a mi pensión. Agarré el maletín. Le puse el candado a la cadena de mi bicicleta y me fui a trabajar, Por cierto ¿Sabéis cómo le llamamos los aldeanos a las prostitutas? 


-Jornaleras. Siga -le dije. 

No le debió sentar bien que acertara. Volvía a la carga, cuando 
pasaron otra vez las dos monjas por delante del banco, y esta vez preguntó, en alto, para que lo oyeran. 


-¿Sabéis cómo se llama la monja más guapa del convento? 


Ahora, sí, ahora acabamos en la cárcel. -dijo mi amigo, al ver cómo las monjas se detenían delante del banco, pero la cara del chaval, cambió, cuando una de las monjas, la de más edad, sonriendo, le dijo al Ruiseñor. 

-¿Cómo se llama la monja más guapa del convento?


-Sor Tentación -le dijo con una voz de seductor que nunca le oyera. 

Las dos monjas, sonriendo, le pusieron el tarro de las limosnas, delante. Mi amigo se apresuró a meter 5 pesetas. Yo me puse a mirar las nubes y a silbar, pues estaba cómo hoy, pelado. El Ruiseñor echó mano a la cartera, sacó 3 billetes de 500 pesetas y se los dio a las monjas. 


No lo besaron porque estaba mal visto. Era mucho dinero, pues un peón, en aquellos tiempos, no llegaba a ganar 500 pesetas al mes.


-¿Por dónde iba? -peguntó el Ruiseñor, cuando se fueron las monjas. 


-Le pusiera el candado a la bicicleta -dije yo. 


-Pues, con mi maletín en la mano, llamé a la puerta de la habitación. Me abrió una mujer de entre 95 y 100 años. Llevaba un antifaz y estaba cubierta solo con una toalla. Guapa, guapa, no era. Sonriendo, me dijo que entrara en la habitación. Entré. Puse el maletín encima de la mesita de noche. Lo abrí y le dije que se desnudara. Trabajo no le costó. Se quitó la toalla y... ¿Sabéis cuál es el pedo más escandaloso?  


-¡¡No!! -respondimos al unísono. 


-El pedo más escandaloso es el que no hace ruido. ¿Por dónde iba? Ah, sí, se quitó la toalla y vi lo normal en una mujer de su  edad, arrugas y más arrugas. Y yo tenía que dejarla nueva... Nervioso, le dije que se pusiera a 44 patas, que la iba a inflar. Me preguntó que si la iba a inflar a besos y si no sería a 4 patas, y yo le dije que se pusiera cómo quisiera... Al verme, con la herramienta en la mano, me pregunto:

-"¿Crees que con eso que tienes en la mano me dejarás satisfecha?" 
-¿Sabéis qué era lo que tenía en la mano? 

.¡¡La polla!! -exclamé, 

-No, el bombín de mi bicicleta.
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Nos había engañado, una vez más, pero daba gusto ser engañado por el Ruiseñor. 

José Enrique Oti García.
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Era la noche de San Juan... A todas las esquinas llegaba el olor a sardinas, asadas, y a empanadas, que se comían al lado de la hoguera. Lo viejo se quemaba, S cantaba, se bailaba y al final la higuera se saltaba. 

No era una noche cualquiera. Esa noche las brujas de las aldeas, que se suponían malas y feas, se reunían en los ríos, y en un río se iba a montar el lío. 
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Cuatro niños, cuatro valientes, esa noche se iban a pasar de imprudentes.

El jefe de la pandilla, once años tenía y el menor, su hermano, seis, aunque tener siete parecía. Cómo veis, más que una pandilla, era una cuadrilla, pero pensaban que las brujas no eran más que marujas... marujillas, brujas de mentirijillas. 

El río estaba cerca de un árbol frondoso. Era un sitio peligroso, pero con piedras en los bolsillos, los cuatro pillos, a las brujas iban a esperar para darles de pedradas hasta sus cabezas cascar. 

Mientras esperaban a que anocheciera, subidos al árbol frondoso, hablaban de sus primaveras. 
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-¿Qué tal tu novia María, Andrés, guía o no guía?
-¿Guía tu madre con tu padre?
-Guía, guía, A veces la oigo cantar: Pachín, pachín, pachín, non sabes o que vin un gato no tellado tocando o violín. 
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-Como papá y mamá, Andrés, solo que en casa oímos: Tararí, tararí, tararí, papa Moncho en Madrí.

El tiempo pasó y la hora llegó.

A las doce de la noche, las brujas fueron llegando. Nada más ver llegar a la primera, ya se estaban cagando y meando, pues en una escoba llegó volando.
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Se oía castañear de dientes. Cagados y meados se dieron cuenta de que fueran unos imprudentes. Cuando vieron los rostros de todas las brujas, todo cambió y la noche se animó.

-Esa es mamá, y aquella es la abuela, Andrés. ¿No las ves?

La abuela, dijo:

-¡¡¡A vella, rebella!!!

Y se convirtió en una muchacha muy bella.
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-¡Qué buena está tu abuela! -dijo Manolito, el Polichinela.
-¡A que te doy de hostias! -le dijo Andrés, parándole los pies.
-Callar que nos van a oír, y lo vamos a sentir. ¡QuÉ razón tenía mi abuelo!-le dijo a Benito, el hermano de Andrés, que lo estaba mirando del revés. 
-¿Tu abuelo? ¿Qué decía, agonía?
-Que mi abuela, Manuela, estaba para ponerle una vela... Lo decía, palabra. ¿Os habéis dado cuenta de que estamos hablando y estamos rimando?

La cosa se iba a complicar porque la madre de Andrés, también se iba a transformar.
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-¡La madre qué me trajo al mundo, esto es demasiado!- dijo Andrés, anonadado.
-¡Cómo está la condenada!-dijo Manolito- Le metía el pequeñito...

Una hostia le cayó y Manolito, enmudeció, pero ya era tarde porque una de ls brujas lo oyó.

Miró Andrés, para su hermano, que era un cielo, pero algo lelo, y vio que se había convertido en un mochuelo.
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Los otros niños habían desaparecido. Se habían ido. Andrés, en un cuervo se volvió y voló, voló y voló... Hasta que en su cama despertó, asustado. Su madre estaba a su lado, y le dijo al canijo:

-¿Qué estabas soñando? Parecía que estabas volando.
-Si te lo digo no me ibas a creer.
-¿Era algo bueno o malo.
-¡No estamos rimando!
-Anda, hijo, duerme y sigue soñando.

La madre, de la habitación salió, a la abuela montada en una escoba se encontró y este cuento se acabó.


José Enrique Oti García.
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Juan, apodado El Acomodo, era un hombre que pasaba de todo. Su esposa, Edelmira, apodada La Jirafa, era alta cómo un torreón, tenía mirada de halcón, y lo tenía, debajo de un diente, pues era una mujer ardiente, y Juan, tanto de todo pasaba que la tenía abandonada, aunque sabía que el condenado, a su manera, de ella estaba enamorado.
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Edelmira sentía mucho calor, mucho picor. Era como si se la frotaran con una ortiga. La necesidad obliga, y a su marido le puso unos cuernos que nunca había tenido.

A Juan, abandonó, y cuando su abuela se lo contó, ocultando las lágrimas, de nuevo de todo pasó. 

-¡Me la pela!-le dijo a su abuela.


Su abuela, con la cabeza, denegó, y así le habló:

-Ya no, Juan, ya no.
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MORALEJA: Si no cuidas lo que más quieres, de lo que más quieres nada bueno esperes.

José 
Enrique Oti García.
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Un matrimonio de gitanos habían tenido un niño, demasiado blanco para el gusto del gitano, así que una noche, lo dejaron en el monte y luego se alejaron con su carromato entre los aullidos de los lobos. 
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Una loba vio al niño y lo llevo a su cueva, donde lo amamantaría junto a sus cachorros.

Tenía el niño tres años cuando le mordió una loba, enferma y ya no volvería a ser un niño normal.

Pasaron los años, y una tarde, José, que junta su esposa y a su hija Rita, andaban cogiendo leña en el monte, vieron al niño ya hecho un chico, subido a un árbol. Estaba desnudo, y le dijo, José, a su hija:

-Es un niño salvaje. No mires.

A Rita, le dio la risa, y seguía mirando.
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El chico, saltando de árbol en árbol, desapareció.

Esa misma noche, estaba Rita en su habitación y vio al chico del monte agacharse entre las sombras.
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A la mañana siguiente, Rita había desaparecido. José pensó en el niño del monte y organizó una partida de casa con tres amigos, luego con seis y al final todo el pueblo fue a dar una batida al monte, pero no encontraron a la niña. 

José siguió yendo él solo, día tras día, mes tras mes y año tras años, pero lo único que vio fueron conejos, zorros y otros animales. 

Quince años más tarde, una noche que José y un amigo iba a cenar bajo la luna llena un conejo que habían cazado y asado, vieron salir de la oscuridad a la bestia. Era un hombre lobo y venía hacia ellos.
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El susto fue terrible y escaparon los dos como almas a las que persigue el diablo.

Pasó un tiempo, y Veloz, que era el nombre que le pusiera Rita, ya sabía hablar y comprendió que aquella no era vida para su familia y le dijo a Rita que se fuera para casa de sus padres y que se llevara con ella a Andrea y a Carlitos, sus dos hijos.

Rita regresó a su casa con sus hijos.

José, que daba a su hija por muerta, al verla, con sus dos nietos hizo una fiesta.
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Pero llegó la luna llena y con ella la transformación del hombre en lobo. El lobo fue a buscar a sus cachorros. Lo estaban esperando. Ocho balas de plata lo dejaron malherido.

Rita, lloraba, desconsolada, pues el lobo se había vuelto hombre.
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Fueron a buscar a una bruja, la mujer curó sus heridas y le dio una pócima.

Y volvió la luna llena, Rita, la estaba mirando, y le dijo a Veloz, que la estaba mirando con ella:
-Es preciosa.
-Preciosa, eres tú le respondió Veloz.

En el monte los lobos le aullaban a esa luna llena.
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                                               Fin
José Enrique Oti García.
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Había una joven llamada Rebeca que se había vuelto muñeca, un atardecer, en muñeca de acero por perder en la guerra a su compañero. 

El compañero reencarnado en halcón, la fue a visitar y así le iba a hablar: 

-No te asustes, soy yo, Teodoro, sabes que te adoro, pero te vengo a visitar para decirte que tienes que volver a amar. 
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Rebeca no lo quiso escuchar.

-Con nadie más podía estar. 

-Debes buscar la felicidad, de lo contrario yo no estaría en paz. Ahora tengo que desaparecer, la diosa halcón me han dado treinta segundos para volverte a ver. 

-¿Quién es esa diosa? 
-Es una diosa muy hermosa y generosa. 

-Dile a esa deidad que extienda a mí su generosidad. 

-Se lo diré. Adiós cielo, adiós amor, adiós mi dulce consuelo.

Una semana después Rebeca, de pena se murió. La diosa halcón su generosidad extendió, en un halcón hembra la convirtió y junto a su amado, voló, voló y voló.
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                                                 Fin

José Enrique Oti García.
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